miércoles, 8 de febrero de 2012

Una estrella en el Camino me hizo tropezar con...

Resulta que la costumbre, también llamada rutina y que tanto odio pero mantengo como gato que indefectiblemente se refriega hasta contra el perro para buscar cierto placer, tengo que acercarme a las hojas virtuales y escribir un poco, ahora sin la famosa pipa, con una agresiva luna llena y el cansancio pegado a la mirada: y es que estando de vacaciones en La serena-Coquimbo (que entre ellos se odian con cierto esmero pero para mí son esos hermanos tipo Pimpinela: se tienen bronca pero no pueden vivir separados) me encontré con un lugar digno de las manos creativas de García Márquez y sin una pizca de vergüenza me atrevo a decirlo y afirmarlo. A unos cuarenta minutos al interior de dicha ciudad siamesa se encuentra el pueblito de “la Estrella”, donde los cerros se refriegan contra el cielo con sus calidos verdes veraniegos y los animales y personas son de carnes rudas y miradas tiernas y acogedoras, donde a un costado de la parcela de los Buendía (sí, tal cual) está la de mi tía Isabel, rodeada de arbustos, paltos, limones y el viento que hace chillar los bordes de las ventanas, dejando que su melodía se propague por todo el valle. También está el detalle de las mariposas: Amarillas y en cantidades razonables para la época se pasean por sobre la maleza y las gallinas: no fue sorpresa que, luego de un momento de risa nerviosa por el paralelismo – a esas alturas imaginaba a Melquíades y su gente llegando con sus instrumentos y objetos extraños al lugar – pasé a guardar un silencio de maestro tibetano; al menos estaba el resto de mi familia allí para decirme algo y evitar así que me fuese flotando a los cerros en busca de alguna idea extraña con las Lepidópteras siguiéndome como globos errantes.

Al rato es lo de siempre, con los saludos y las anécdotas y tomar agua de la vertiente y olvidarte que pasaste el cuarto de siglo sólo para andar tirado en la tierra mirando las piedras, las florcitas y los insectos camuflados, cual cabro chico de comercial de detergente. Y me sentía idiota (así como Cortazar lo decía en La vuelta al Día en Ochenta Mundos) y miraba todo como si fuese nuevo y desconocido y National Geografic o los reportajes de la tele o los libros de Naturaleza no existiesen para nada, y me miraban con cara de burla y tenían razón pero que más daba si la cosa era disfrutar y pasarla bien y dejar de ser el profe cartucho de lenguaje y contagiarse de esa nueva enfermedad muy rara en la actualidad llamada “sorpresa ante hechos simples y cotidianos”.

Luego de todo, una sola cosa era un hecho: el tiempo avanza demasiado rápido y a los buenos momentos se los lleva el carajo pronto si no los inmortalizas, sea en la memoria, en una foto o en una hoja de papel llena de garabatos (o servilleta, o cartón, da igual). Bajo ese concepto tomé las fotos que pude, escribí otro tanto, recogí algunas piedras, bebí y me empapé del agua de la vertiente, recité en voz baja algunos poemas de Whitman y Benedetti, respiré profundo y guardé silencio para hacer una reverencia a aquel lugar; no fue difícil irse, si lo fue dejar de sentir aquel poder inmenso que fluye debajo de los pies y que la gente de “La Estrella”, con su escuelita y sus casas mínimas conocen perfectamente, fue difícil dejar de pensar en Aquel lugar como el lugar final de la reconstrucción de Macondo, alejado de los trópicos y las plantaciones de Plátano, ahora apegado a los cerros y a otro misticismo, a otra realidad, a otra magia poderosa y refulgurante: con otros Buendía y otros sueños que imaginar y cumplir… ahora es difícil no desear volver.

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