viernes, 27 de abril de 2012

Sísifos todos


Rodar una roca gigante hacia las cumbres, dejarla rodar hacia el abismo nuevamente por miedo al cielo, a la luz, a sus estrellas fantasmagóricas, a su pretenciosa inmensidad, despojarse del nombre que cargamos, las cruces, las fechas, los lamentos mundanos y guardar solo aquellos que nos sirven para nada, para apretar con mayor fuerza las sogas del llanto al cuello, abrir los brazos buscando un consuelo en el espacio vacío, reseco y tan yermo como las noches en camas desoladas, sin una respuesta coherente, sin un ápice de movimiento, simplemente detenidos en algún instante terrible y agrio, sin poder dejar de saborearlo, sin limpiarnos la cara de las expresiones flatulentas del ego, de nuestro karma o el de otros, o de los pecados cometidos por el hijo o el padre o cualquier bestia que osó a ser creado; Aquel esclavo que carga con su muerte próxima, con su miedo de infante abandonado, aquel tronar de las campanas en las jaulas del pensamiento, los insectos amarrados a las miradas que se descuelgan para encontrar el alimento del otro frente a frente, ese mismo somos nosotros, somos Sísifo, aquel que carga un mundo en sus hombros y escupe al suelo, se mofa de los dioses y se ríe de sí mismo, consciente de su destino y realidad, del absurdo de su labor perpetua, de sus decisiones y la falta de ellas, porque el hombre no pudo levantarse ninguna de las mañanas del tiempo, luego de sus delicadas pesadillas (que, por cierto, regaban el jardín de sus agonías) y gritar No te serviré: las viejas no eran encantadoras, ya enterradas olían como las melodías lisonjeras de los cornos y metales pesados, oxidados y sin remedio,  y aquel personaje somos nosotros, nos callamos los dedos, nos guardamos los pies, escondimos las ideas y lanzamos las llaves del pecho al mar y nos quedamos solos y contradictorios.

Sísifo nos observa desprotegidos y lloriqueantes, se burla de sí mismo y sigue su labor: arrastrarse por sí mismo sin derecho a perder el tiempo con sus otros semejantes. 

viernes, 13 de abril de 2012

El Loco


Sacaron una carta del tarot, la pusieron en mi frente y me lanzaron al vacío: un perro perseguía a el loco que, con sus colores inexactos apuntaba una estrella en el cielo, vociferando a los ineptos:

“Si me faltan las palabras o la suma de conceptos que formen esta torre de babel llamada causa plausible de un método que no tiene nada de efímero dentro del mundo que he de construir con estas garras indescifrables. ¿Lógica? No, esa perpetuo e innecesario juego de proposiciones no calza en estos garabatos: aquí tenemos hojas que caen en el viento, semillas que revolotean entre las gargantas de cantautores adictos a la muerte, a un arte divinamente trastocado por esta realidad que no tiene pies ni cabeza ni torno ni forma conocida para vos o tu o lo que sea.

Y ver a los niños escribiendo en las paredes "Lorem ipsum vim ut utroque mandamus intellegebat, ut eam omittam ancillae sadipscing, per et eius soluta veritus", como mensajes subliminales a los viejos tarados que han hecho del dolor su fuente de los deseos, algo parecido a subsistir con ataques constantes de epilepsia, disonantes consigo mismos pero consecuentes con el error de dejarse llevar por el rebaño, cardumen o enjambre de causalidades absurdas; a los necios les traducen bajo los parpados aquel latín, "A nadie le gusta el dolor para uno mismo, salvo que lo busque y desee tenerlo, solo porque es dolor."
Y les gritan “sufrimos porque así lo decidimos”.

¿Qué pasa con nosotros, el resto, los que pernoctamos con las ideas al aire, con el cerebro en las manos y el corazón corriendo tras las ruedas de los autos, completamente perdidos en el sendero del lenguaje inmenso? Simple: absolutamente nada, seguimos mordiéndonos la lengua e intentando respirar mientras les susurramos maternalmente a nuestros amigos imaginarios: “no te duermas, no me dejes…”


domingo, 8 de abril de 2012

Manifiesto


Hay cierta literatura que no es soportada por las palabras, pequeñas y arrogantes, tanto como el que las derrama en el papel. Sus aromas y colores son demasiado intensos, sus vuelos un ensueño de perfección, de caminar profundo y sinuoso, llanos verdes y ríos profusos. Debemos, pues, deslizar nuestras manos mínimas para tejer lo más próximo a sus vuelos infinitos, retratar cierta parte de aquel objeto con estos pequeños materiales, ser arquitectos de palabras simples y, sobre todo, de corazones humildes.

Sin embargo, en las condiciones que hoy se encuentran, las palabras son cosa del pasado humano, deshilachadas y perdidas: su ardor pálido y cansado, manoseado, mutilado y mil veces ultrajadas… ¿Acaso no hay respeto o esperanza por aquella esencia que hoy por hoy pierden su real importancia? ¿La literatura que hoy el mundo propone es, por tanto, un juego de azar que mezcla realidades carentes de verdadera creación?

Saldría a la calle a dibujar en los bancos de las plazas y en los árboles y en las paredes una frase manifiesta, directa y consecuente con mi predica: “Al escribir nuestra literatura osamos a dejar las palabras en segundo plano, tomamos nuestro aliento, canto y carne y los rasgamos para vaciarla en lo indómito de la nada misma, de la primigenia obra perfecta: la hoja en blanco.”.

Es por lo anterior que me permito decir, infame quien no arriesga la razón para sembrar las semillas de la creación o herir de pasión un lienzo vacío. Y que me perdone quien se atreva a leer esto, pero hay cosas que jamás debieron ser escritas y ser llamadas como tal: arte; han mutilado el universo, aquella concreción absoluta de las ideas, conjunción de firmamentos, por el simple hecho de ahorrar esfuerzos en trazar más que unos cuantos caracteres que acompañen sus atolondradas letras, simplemente no merecen calificarse de escritores. Asumir aquella investidura significa aceptar velar las armas gloriosas del poeta o cuentista, del músico o novelista: una pluma ardiente cargada de espíritu y un alma entera dedicada a la lucha contra aquellos gigantes molinos de viento de la mediocridad y la ignorancia de este mundo mal evolucionado.