Y tú quieres oír, quieres entender. Y yo te digo: olvida lo que oyes, lees o escribes, lo que escribo no es para ti" |
Desde
el cielo se desprende la primera aurora matutina: extraña, fría, densa,
dolorosa y cabizbaja... normal, como cada trozo de amanecer reflejado en cientos
de melodiosos cantos provenientes de los árboles y el tejado de las casas.
Muchas nebulosas van mutando a cada respiro del arco iris que se asoma entre
los estériles cerros de esta ciudad grisácea, acostumbrada a robarle los
colores al pasar del día. Toda esa calma se refleja por las ventanas, toda esa
interrumpida por las conversaciones de un perro con las animas, o con el
viento, por el vaivén de sonidos metálicos del transporte, por la declamación
de las olas a lo lejos, las respuestas de la brisa oriente a las aves o a los
bordes del alumbrado, o mi llanto de vía Láctea que nunca contuvo más que las
ganas y el silencio de no interrumpir aquello que no me pertenece.
No
era mía, solo es y seguirá siendo un reflejo de cada una de las carencias y
defectos que se asoman entre mis labios, de las que se ocultan entre mi
vegetación para no causar efectos, o tener que discernir qué tanta razón tienen
las palabras que el mar entona, o las que un suspiro deja entre los cables de
la calle, o la de tus palabras asesinas que tomé sin miedo entre mis manos como
animal herido, evitando aquel olor a borrachera que inundaba los segundos que
ya morían insípidos sin ti, de ocultar el rostro tras mi rostro y decir “lo sé,
tienes razón” porque en verdad así era.
Aun
cuando tus palabras no tenían encriptados ningún código secreto, cada una se
deslizaba silente entre mis parpados y mi angustia, dándome la bienvenida al
dolor una vez más.
Hay
cosas siempre brillan por su ausencia, como aquella cajita de cigarrillos con
la foto de dientes cadavéricos, o aquel abrazo que pedí de regalo en navidad,
el instante de fugaces besos entre nuestros cabellos coterráneos, aquel susurro
de calma de mi ángel que se pierde entre las nubes a la mitad de su guardia, o
la verdad que nunca pude pronunciar por miedo a perder, una vida que no sea la
del peregrino con destino fijo, la de un viaje de más de cinco minutos, o la de
aquellos perdones tipo raspe que objetan “sigue participando”. Es más, solo una
taza de café cargado y una paloma a través de la ventana me hacen compañía.
Tal
vez debo comenzar a ser consciente que
el café solo sirve para ser bebido y no para contar infidencias amorosas,
secretos escolares, o cada una de tus palabras moribundas que cruzaron el aire
tan despectivamente, tan surrealistas y bellas y dolorosas, con tanto amor con
sabor a comida recalentada, con tanta fe de lo desconocido, con tanto
sacrificio…
¿Acaso
vivir ya no es un sacrificio?
Quizás
si tengas razón y soy apenas un niño con vocabulario amplio y un sincero
buscador de sueños marchitos. Quizás para el resto, pero no para ti. La forma
en cómo hablamos, nos expresamos de cada situación, la comida, un saludo, una
acción, un pequeño detalle que marca un día completo, creo que todo fue
demasiado para mis juegos de ilusionista obligado.
Leías
a Teillier, y sus palabras echas tuyas azotaban mis oídos, “Y tú quieres oír,
quieres entender. Y yo Te digo: olvida lo que oyes, lees o escribes, Lo que
escribo no es para ti”, recalcándolo a fuego de dictadura, nada lo era y nunca
lo fue, porque tus manos eran inmoderadas incluso para la brisa, o para aquel
lucero fantasmal tras la ventana, o para las olas sedientas, para el cielo
nuevamente matizado de azulosos y violetas, para el cigarrillo ausente o el
café frío, para mi angustia, mi preocupación, o el peso que nunca es real y
absoluto en mis espaldas.
¿Y
me lo preguntas? Hubiese sido más fácil entregar mis últimos suspiros al silencio,
a una ilusión eterna. Si darle sentido a toda la angustia, sin improvisarme
cientos de vidas, colores y deseos, no salir un poco de la vorágine de este
mundo adormecido, no evitar el desaliento de cada arremetida contra el pecho,
las ganas, el deseo; si todo lo que acaso pude balbucear hubiese sido necesario
para que no te escurrieses entre mi dedos… lo siento pequeña, prefiero luchar
contra mis demonios inventados, hurgar entre la necrópolis de mis culpas, ser
mortífago de tu inocencia, antes que perderme entre los labios de la tierra sin
haber seguido mi sendero planificado por aquella consciencia superflua e
imperecedera.
Creo
que nunca representé el papel que me entregaste: ser la parte comprensiva de tu
vida; no tengo tus problemas ni tú forma de sentir cada gesto que se escapa de
mis facciones. Tu precio es demasiado alto para mis pordioseras manos.
Al
menos sé que la paciencia acompaña una vez más mi pasaje.
Recuérdalo
bien, mis promesas están intactas, sin que haya entendido lo suficiente para
ti. Aun cuando las reglas cambien, el mundo gire, las palabras no sirvan, y el
silencio apague nuestras voces en la permanencia del otoño, este pordiosero que
lucha por limosna seguirá a tu lado, y no para robarte trozos de aire, de vida
o silencio, sino porque también recordará aquel día que fue un hombre rico y
sabio, y entregó (porque no entendió que era el sacrificio) su realidad
inventada por una explosión de aquella estrella fugaz en tu atmósfera celestial
y conoció cada rincón de la ciudad del cielo perdida entre tus curvas de
terciopelo.
Quizás
algún día pueda ser como aquella que aflora en una postal de ocaso: gaviota que
desfila por el aire tratando de encontrar un camino hacia ese lugar que siempre
es el correcto, sin importar donde, bajar del mundo de un brinco y gritar por
estar al fin a orillas del infinito, en aquel lugar tan mágico y encantado y
que invita a hacer cosas imposibles con solo imaginarlo... libre de todo, y
poder así recordar cada una de tus palabras, tus gestos y miradas y olvidar de
una vez que debía morir por ello, porque al fin entenderé que cambiamos nuestro
amor por lejanía, y todo súbitamente era necesario para tu complejo de bomba
atómica y mi complejo de mendigo deplorable.
Antofagasta, enero de 2008
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