Ganas de llorar como un bebé,
como una cría lanzada a esta existencia sin más remedio, sin mayor apelación,
por razones se pueden reproducir en un abanico de posibilidades académicamente
incorrectas: en lo general, es el trabajo, la poca razón de los que alrededor
se autoproclaman educadores de la vida, formadores de seres, esos que apenas
pueden/podemos enseñar a raspar las paredes del propio infierno personal a cada
uno de los sujetos que llegan a nuestras manos, ya dañados y desgarrados por un
concepto de familia que los reproduce por simple justicia y necesidad obligada
para encajar en cuanto sistema se ha creado. También es por la incapacidad
misma que se ha entregado para ser uno mismo, esa penosa falta de coherencia
entre lo que la boca pregona y lo que los pasos avanzan. Lo peor de esto es el
motivo: miedo… un simple y absurdo miedo que funciona de dientes para adentro,
porque en el mensaje cotidiano es una ironía más que acompaña el pan de las
mañanas y el cafecito de la tarde, mientras se escapan los días de ser él, yo,
eso, de ser, simplemente, y dejarse arrastrar por la corriente reivindicadora
de las maquinarias obscenas que se construyen a diario para conformarse un
poco. Y vamos a la iglesia, salimos a las tiendas a comprar una cosita poca para
que nos veamos bien, para calmar la ansiedad y no engordar, para gastar, para
no emborracharse y ser como los patéticos de al lado que tienen la casa chica
pero el televisor grande, para no ser como el resto pero siendo como el resto…
comunes y corrientes.
En la segunda escala (o quizás
tercera o cuarta, dependiendo de la lectura anterior, la comprensión, y un delicado
“no me importa”), está la más infatigable consternación por esa incapacidad de
llorar en público, de llorar como el bebé o la cría lanzada a la vida sin que
lo pidiese, a la que bautizan, a la que imponen reglas, a la que se enamora de
sus padres, a la que traicionan sus padres, a la que meten al torbellino de la
ciudad y lo embarran de prejuicios y atentados contra el resto, contra sí mismos..
y luego el resto llora y se queja como cría porque no entiende lo que le pasó
al nene, “si era tan buen pibe, niño, pequeño, joven”, porque su natural
intento a rebelarse del yugo del monstruo que había debajo de la cama lo
condenó a las agresiones y a la marca de la insurrección… porque no le enseñaron
que ese monstruo era él mismo, y lo que quedaba de su creación: el espejo de lo
que fue antes de ser, de eso que no se conoce pero se presiente como los bebés
antes de ser paridos y las contracciones del retorno a la primera memoria;
condena le llamarían unos, oportunidad otros… pero fue exactamente eso lo que
no tuvimos, una oportunidad para ser, estar, o, simplemente, negar ambos
verbos, como lo hacemos a diario con la naturaleza y los signos de alerta del
cuerpo que nos dice “oye, estúpido, estoy enfermo, estoy estresado, me falta
descanso, me falta vivir, me falta volver donde mi madre, y no la que te parió,
estúpido…” y el estúpido no oye porque… porque no, porque no tiene tiempo, o
porque no tiene tiempo, o porque no tiene tiempo… tiempo.
Y se olvidaron que la vida es una
cuenta regresiva que no se puede congelar…
Así que escribamos canciones
lindas que nos duelan porque es importante aprender a sufrir porque así nos
damos cuenta que estamos vivitos y coleando (pero sin cola, la que fue cortada
cuando nos patearon a esta realidad) y sin vivir, porque esa oportunidad nos la
quitamos nosotros mismos, o las ´generaciones pasadas que se hacían bolsa entre
ellos y pensaron que así sería más lindo y justo y de verdad, nos creamos una
máquina que nos devora lo único que nos dieron para disfrutar de esta
existencia, la única misericordia que tuvo uno o varios dioses o entidades o
seres infinitos o finitos, granjeros de hormigas o de saltamontes o de
necedades… lo único: la vida.
Redundantemente ilógico, ¿no?
Pero da lo mismo, tenemos auto
nuevo, una casa, un perro-gato-canario-tortuga-tarántula-plaga que nos
acompaña… ¡ah! Y claro, los hijos, los que trajimos al mundo para ser una
familia conformada, para ser ese “que se sho, visteh”, ser algo que nos dicen en
los libros que es perfecto y bien constituido.
Así que bienvenidos a nuestra
cómoda, patética y conformista vida que no nos pertenece y que no tenemos, a
ser felices con las migajas de existencia que nos dejaron… que nos dejamos
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