¿Surgió de bajo tierra?
¿Se desprendió del cielo?
Estaba entre los ruidos,
herido, malherido,
inmóvil, en silencio...
Oliverio Girondo
Los hechos ocurrieron un día de
abril, a principios de nuevo siglo. Fue como si un rayo se le abalanzara en un
día de lluvia, principios del siglo, aunque no había una nube en el cielo,
destello del cual ella jamás se enteró, destello con el que todos se voltearon
entornando sus ojos para ver aquello que había ocurrido, por el cual,
estupefactos, las manos se fueron al rostro: Una mujer tirada en el medio de la
alameda… las hojas cayendo a su alrededor con el color de la tarde, tan
cobrizas como el mismo sol que imita, como todos los días, el misterio de la
muerte en aquel instante. Las carrozas tiradas y sus jinetes se agolpaban a su
alrededor, el reloj de la catedral resonaba ya siendo las ocho. Los pocos
testigos le contaron a la policía que apenas se escuchó un resoplido, un
chasquido metálico que crujió ruidosamente y, en un parpadeo, ella se desplomó,
envuelta en un aura blanca y azulosa, tal como su piel.
La policía, en semanas de
investigación, no encontró rastro alguno del culpable, y apenas se identificó
la causa de muerte: fuerte golpe eléctrico a la altura del cuello, la que dejó
apenas dos marcas rojizas.
Cierto hombre compró la edición
matutina del periódico donde leía su poema,
“Aparición Urbana”, publicado
bajo otro nombre, el de un tal Girondo, el mismo donde se anunciaba el cierre
de la investigación por falta de pruebas y motivos: El mismo hombre que había
pasado sonriendo cerca de la mujer que había caído fulminada, el mismo que
había liberado al pequeño robot que se adhirió al cuello de la muchacha e iluminó con su fulgor la tarde y desapareció
sin dejar rastro...
El mismo hombre que recitaba en
voz baja sobre el ángel tirado en plena calle… ese ángel, tan azul de tan
blanco.
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