miércoles, 16 de octubre de 2013

Pacto siniestrado (No me ayudes a olvidarte)


Y tú quieres oír, quieres entender. Y yo te digo: olvida lo que oyes,
lees o escribes, lo que escribo no es para ti"

Desde el cielo se desprende la primera aurora matutina: extraña, fría, densa, dolorosa y cabizbaja... normal, como cada trozo de amanecer reflejado en cientos de melodiosos cantos provenientes de los árboles y el tejado de las casas. Muchas nebulosas van mutando a cada respiro del arco iris que se asoma entre los estériles cerros de esta ciudad grisácea, acostumbrada a robarle los colores al pasar del día. Toda esa calma se refleja por las ventanas, toda esa interrumpida por las conversaciones de un perro con las animas, o con el viento, por el vaivén de sonidos metálicos del transporte, por la declamación de las olas a lo lejos, las respuestas de la brisa oriente a las aves o a los bordes del alumbrado, o mi llanto de vía Láctea que nunca contuvo más que las ganas y el silencio de no interrumpir aquello que no me pertenece.

No era mía, solo es y seguirá siendo un reflejo de cada una de las carencias y defectos que se asoman entre mis labios, de las que se ocultan entre mi vegetación para no causar efectos, o tener que discernir qué tanta razón tienen las palabras que el mar entona, o las que un suspiro deja entre los cables de la calle, o la de tus palabras asesinas que tomé sin miedo entre mis manos como animal herido, evitando aquel olor a borrachera que inundaba los segundos que ya morían insípidos sin ti, de ocultar el rostro tras mi rostro y decir “lo sé, tienes razón” porque en verdad así era.

Aun cuando tus palabras no tenían encriptados ningún código secreto, cada una se deslizaba silente entre mis parpados y mi angustia, dándome la bienvenida al dolor una vez más.

Hay cosas siempre brillan por su ausencia, como aquella cajita de cigarrillos con la foto de dientes cadavéricos, o aquel abrazo que pedí de regalo en navidad, el instante de fugaces besos entre nuestros cabellos coterráneos, aquel susurro de calma de mi ángel que se pierde entre las nubes a la mitad de su guardia, o la verdad que nunca pude pronunciar por miedo a perder, una vida que no sea la del peregrino con destino fijo, la de un viaje de más de cinco minutos, o la de aquellos perdones tipo raspe que objetan “sigue participando”. Es más, solo una taza de café cargado y una paloma a través de la ventana me hacen compañía.

Tal vez  debo comenzar a ser consciente que el café solo sirve para ser bebido y no para contar infidencias amorosas, secretos escolares, o cada una de tus palabras moribundas que cruzaron el aire tan despectivamente, tan surrealistas y bellas y dolorosas, con tanto amor con sabor a comida recalentada, con tanta fe de lo desconocido, con tanto sacrificio…

¿Acaso vivir ya no es un sacrificio?

Quizás si tengas razón y soy apenas un niño con vocabulario amplio y un sincero buscador de sueños marchitos. Quizás para el resto, pero no para ti. La forma en cómo hablamos, nos expresamos de cada situación, la comida, un saludo, una acción, un pequeño detalle que marca un día completo, creo que todo fue demasiado para mis juegos de ilusionista obligado.

Leías a Teillier, y sus palabras echas tuyas azotaban mis oídos, “Y tú quieres oír, quieres entender. Y yo Te digo: olvida lo que oyes, lees o escribes, Lo que escribo no es para ti”, recalcándolo a fuego de dictadura, nada lo era y nunca lo fue, porque tus manos eran inmoderadas incluso para la brisa, o para aquel lucero fantasmal tras la ventana, o para las olas sedientas, para el cielo nuevamente matizado de azulosos y violetas, para el cigarrillo ausente o el café frío, para mi angustia, mi preocupación, o el peso que nunca es real y absoluto en mis espaldas.

¿Y me lo preguntas? Hubiese sido más fácil entregar mis últimos suspiros al silencio, a una ilusión eterna. Si darle sentido a toda la angustia, sin improvisarme cientos de vidas, colores y deseos, no salir un poco de la vorágine de este mundo adormecido, no evitar el desaliento de cada arremetida contra el pecho, las ganas, el deseo; si todo lo que acaso pude balbucear hubiese sido necesario para que no te escurrieses entre mi dedos… lo siento pequeña, prefiero luchar contra mis demonios inventados, hurgar entre la necrópolis de mis culpas, ser mortífago de tu inocencia, antes que perderme entre los labios de la tierra sin haber seguido mi sendero planificado por aquella consciencia superflua e imperecedera.

Creo que nunca representé el papel que me entregaste: ser la parte comprensiva de tu vida; no tengo tus problemas ni tú forma de sentir cada gesto que se escapa de mis facciones. Tu precio es demasiado alto para mis pordioseras manos.

Al menos sé que la paciencia acompaña una vez más mi pasaje.

Recuérdalo bien, mis promesas están intactas, sin que haya entendido lo suficiente para ti. Aun cuando las reglas cambien, el mundo gire, las palabras no sirvan, y el silencio apague nuestras voces en la permanencia del otoño, este pordiosero que lucha por limosna seguirá a tu lado, y no para robarte trozos de aire, de vida o silencio, sino porque también recordará aquel día que fue un hombre rico y sabio, y entregó (porque no entendió que era el sacrificio) su realidad inventada por una explosión de aquella estrella fugaz en tu atmósfera celestial y conoció cada rincón de la ciudad del cielo perdida entre tus curvas de terciopelo.

Quizás algún día pueda ser como aquella que aflora en una postal de ocaso: gaviota que desfila por el aire tratando de encontrar un camino hacia ese lugar que siempre es el correcto, sin importar donde, bajar del mundo de un brinco y gritar por estar al fin a orillas del infinito, en aquel lugar tan mágico y encantado y que invita a hacer cosas imposibles con solo imaginarlo... libre de todo, y poder así recordar cada una de tus palabras, tus gestos y miradas y olvidar de una vez que debía morir por ello, porque al fin entenderé que cambiamos nuestro amor por lejanía, y todo súbitamente era necesario para tu complejo de bomba atómica y mi complejo de mendigo deplorable.

Antofagasta, enero de 2008

martes, 1 de octubre de 2013

Soledad


Hay días en que la inconmensurable Soledad me visita entre miradas ajenas y el frío deslizar de las hojas que caen: quiere hablar una vez más de las olas que se pierden mar adentro, de las nubes pasajeras y de corazones acongojados que habitan entre sus profundos brazos; me visita esa soledad que ahora parece ajena, la que toma mis manos, besa mi frente y siembra de párvulos chubascos mis ojos ausentes… “Te extraño, Perdido”, dice, “Te extraño, y los recuerdos que dejaste acumulados en las cajitas de madera de tu vieja casa y la dorada cadena atada al cuello de un antiguo amor reclaman tu partida: ¿qué te has hecho, señor mío? ¿Qué trampas te puso la vida, que abandonaste mis pasos, mis llantos de mariposa, mis reflejos sin sentido y las largas conversaciones con una guitarra y el tabaco encendido? ¿Por qué me has abandonado, como el hombre a sus sueños, como el padre a su hijo en su dolor? Ahora juegas con otras letras, te recubres con optimismos y dejas que la vida siga su rumbo a ninguna parte, a ese vacío eterno al que ustedes llaman muerte. No, no hay perdones en lengua alguna que sirva para zurcir el abandono que has dejado en mi nombre. No, no hay remedios para una fe deshilada y una espera que no llega a fin alguno. Solo te pido que me visites de cuando en cuando, quizás pueda regalarte otros versos pasados, otras luces atardecidas, otras heridas que comienzan a sanar. No me olvides, hijo mío, que llegué de la mano de tu conciencia, y siempre espero que, cuando menos, repitas mi nombre en las noches completamente negras…”

Me visita de vez en cuando esa soledad que me pertenece, la que alguna vez llamé por su nombre: muerte, la que espera sin prisa que se cumplan la cantidad de pasos designados en esta senda, llamada vida.