Hay días en que la
inconmensurable Soledad me visita entre miradas ajenas y el frío deslizar de
las hojas que caen: quiere hablar una vez más de las olas que se pierden mar
adentro, de las nubes pasajeras y de corazones acongojados que habitan entre
sus profundos brazos; me visita esa soledad que ahora parece ajena, la que toma
mis manos, besa mi frente y siembra de párvulos chubascos mis ojos ausentes…
“Te extraño, Perdido”, dice, “Te extraño, y los recuerdos que dejaste
acumulados en las cajitas de madera de tu vieja casa y la dorada cadena atada
al cuello de un antiguo amor reclaman tu partida: ¿qué te has hecho, señor mío?
¿Qué trampas te puso la vida, que abandonaste mis pasos, mis llantos de
mariposa, mis reflejos sin sentido y las largas conversaciones con una guitarra
y el tabaco encendido? ¿Por qué me has abandonado, como el hombre a sus sueños,
como el padre a su hijo en su dolor? Ahora juegas con otras letras, te recubres
con optimismos y dejas que la vida siga su rumbo a ninguna parte, a ese vacío
eterno al que ustedes llaman muerte. No, no hay perdones en lengua alguna que
sirva para zurcir el abandono que has dejado en mi nombre. No, no hay remedios
para una fe deshilada y una espera que no llega a fin alguno. Solo te pido que
me visites de cuando en cuando, quizás pueda regalarte otros versos pasados,
otras luces atardecidas, otras heridas que comienzan a sanar. No me olvides,
hijo mío, que llegué de la mano de tu conciencia, y siempre espero que, cuando
menos, repitas mi nombre en las noches completamente negras…”
Me visita de vez en cuando esa
soledad que me pertenece, la que alguna vez llamé por su nombre: muerte, la que
espera sin prisa que se cumplan la cantidad de pasos designados en esta senda,
llamada vida.
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