“Suma de ausentes voces esta nada
la sombra de una vaga sepultura
niega en su permanencia la escritura
que urde apenas la espura y anonadada”
Mallarmé
No escribo para nadie, ni para mí mismo. Las palabras son un acto reflejo de la conciencia que grita, que derrama el sórdido dolor de reconocerse apenas en las sombras.
Esta no-historia va de la
mano de mis dos gatos blancos ahora perdidos en la lejanía de sus patas pegadas
a un cemento diferente, de Teodoro W. Arnoldo como excusa para la inspiración ¿por qué? Por una
simple y breve leída a los ochenta mundos de Cortázar y unos cuantos tonos del
piano de Lou Reed. No escribo para nadie, y ese nadie son todos los que quieran
compartir un rato de procrastinación, un rato sin saber nada más de los
mortales que pisamos la tierra intentando hacer algo diferente, promiscuos de
letras y cansados de rutinas. Sobre todo por el miedo a ser abandonados entre
fierros y bocinas matutinas. ¿Lógica? ¿Acaso
es necesario que todo tenga un sentido, una explicación plausible para que las
mentes guarden calma y no busquen siquiera una explicación en sí mismos? Extrañar
se vuelve una costumbre solitaria, como las olas que han llegado a levantarse
más de lo debido en el “mar que tranquilo nos baña. Hace falta la guitarra en
las manos y el tormento de los imprevistos que interrumpe todo.
La alquimia de las palabras no tiene, no debe tener un
sentido por sí mismo: la realidad es un libro abierto que leemos de una manera
personal, íntima y llena de interpretaciones, llena de azar y burlas; el
sentido somos nosotros mismos, lo que queramos entender por tal. No esperen que
el resto se los dibuje en las manzanas con que explican la maquinaria de la
vida.
Ser consecuentes es, en estos días de banalidades, un lujo
que muy pocos han tenido el coraje de llevar a buen puerto.
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