Sacaron una carta del tarot, la
pusieron en mi frente y me lanzaron al vacío: un perro perseguía a el loco que,
con sus colores inexactos apuntaba una estrella en el cielo, vociferando a los
ineptos:
“Si me faltan las palabras o la
suma de conceptos que formen esta torre de babel llamada causa plausible de un método
que no tiene nada de efímero dentro del mundo que he de construir con estas
garras indescifrables. ¿Lógica? No, esa perpetuo e innecesario juego de
proposiciones no calza en estos garabatos: aquí tenemos hojas que caen en el
viento, semillas que revolotean entre las gargantas de cantautores adictos a la
muerte, a un arte divinamente trastocado por esta realidad que no tiene pies ni
cabeza ni torno ni forma conocida para vos o tu o lo que sea.
Y ver a los niños escribiendo en
las paredes "Lorem ipsum vim ut
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soluta veritus", como mensajes subliminales a los viejos tarados que
han hecho del dolor su fuente de los deseos, algo parecido a subsistir con ataques
constantes de epilepsia, disonantes consigo mismos pero consecuentes con el
error de dejarse llevar por el rebaño, cardumen o enjambre de causalidades
absurdas; a los necios les traducen bajo los parpados aquel latín, "A nadie le gusta el dolor para uno
mismo, salvo que lo busque y desee tenerlo, solo porque es dolor."
Y les gritan “sufrimos porque así
lo decidimos”.
¿Qué pasa con nosotros, el resto,
los que pernoctamos con las ideas al aire, con el cerebro en las manos y el corazón
corriendo tras las ruedas de los autos, completamente perdidos en el sendero
del lenguaje inmenso? Simple: absolutamente nada, seguimos mordiéndonos la
lengua e intentando respirar mientras les susurramos maternalmente a nuestros
amigos imaginarios: “no te duermas, no me dejes…”
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