Entonces Juan miró sus ojos como si nunca más pudiese hacerlo y mientras le entregaba la flor que arrancó de una casa en el camino, le invitó un café. Cuando ella comenzaba a abrir sus pequeños labios para contestarle y él respiraba profundo para contener las ansias de abrazarla y no dejarla ir nunca, lo despertó el chillido del reloj justo a las siete y quince de la mañana, con el suspiro aún en la garganta. Cinco minutos más tarde era la ducha, el cepillo de dientes que no aparecía, el zapato tras la cortina y las llaves dentro del refrigerador, dejar el gato en la entrada, correr por las escaleras para no perder el bus colectivo que lo lleva al trabajo… a empezar con la rutina.
“Perdón, perdón” repetía mientras recogía los papeles de su colega, con el que había chocado por estar pensando en Antonia y el encuentro que tendrían en la tarde; si ya lo había planeado tanto no podía salir nada mal, era un hecho y sonreía entre dientes al entrar en su minúsculo mundo entre tableros de madera, que hacían de oficina. Y las fotocopias e impresiones salían manchados con los dedos de Javier, derramaba el café que llevaba a su jefe, y en vez de redactar los presupuestos para el plan de ventas del próximo año, escribió toda una pauta y hasta un par de poemitas cursis para su encuentro con la chiquitita de ojos claros, tan menudita y hermosa, con aquel carisma sin igual que lo llevaba a treinta centímetros del suelo durante el día y por la cual se había ganado muchas reprimendas.
Salió veinte minutos mas tarde de lo habitual de la oficina y eso lo llevó al borde de un colapso nervioso. Corrió a más no poder hasta llegar al Paseo de los Sauces justo en el momento en que ella, con un vestido rojo y el cabello suelto, daba vuelta la esquina sur. Tomó la primera flor que vio cerca y comenzó a acercarse torpemente entre la gente, sin dejar de contemplarla entre las hojas de los árboles arrastradas por la brisa de la tarde y el aroma del café recién servido que escapaba de los restaurante, las palomas levantando el vuelo cerca de ambos… Al quedar frente a frente ninguno dijo nada durante unos segundos, solo sonrieron. Entonces Juan miró sus ojos como si nunca más pudiese hacerlo y mientras le entregaba la flor que arrancó de una casa en el camino, le invitó un café. Cuando ella comenzaba a abrir sus pequeños labios para contestarle y él respiraba profundo para contener las ansias de abrazarla y no dejarla ir nunca, lo despertó el chillido del reloj justo a las siete y quince de la mañana, con el suspiro aún en la garganta.
Imagen: Otoño, El Boulevard, 1994
Óleo/Lienzo.Colección Particular
4 comentarios:
Hola Bernardo. Enhorabuena por tu estilo. Me ha gustado mucho tu manera de plasmar una historia. Una humilde opinión de alguien que también escribe. Un saludo
Hola Navegante; quier decir que en tus letras hay algo que hace volar los sentidos.....me ha gustado leer y saber que seguras escribiendo, "la sencillez de tus palabras identifican al escritor"... Saludos
El ouroboro de la ilusión, que mas temprano que tarde nos hace mordernos la cola. Y oh, la ansiedad, esa palabra...
Bello...
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