Los
antiguos artistas usaban varas de madera para dibujar sonidos en la yerma
soledad, y por ley primera se pregonaba un castigo a quién hiciese algo
diferente: destierro. Cierto día, y por usar las manos y su voz en la tarea que
servían las varas secas, uno de ellos fue desterrado del desierto hacia los
confines del tiempo; cierto día este encontró en los sonidos que aprendió una
serie de silencios y vacíos tormentosos, llenos de caos y absurdo. Ante esto,
con los ojos cargados de un brillo jamás visto en los de cualquier otro,
decidió llenarlos con movimientos y cantos nunca antes recitados: sonidos y
danzas fueron grabados sobre su piel primigenia, mezclando el sudor de su
rostro y la tierra que se fundía bajo sus manos, cada cual con nombres únicos y
verdaderos.
Luego
de siete días, y ya terminada la tarea, introdujo sus pies al nuevo mar y
desapareció junto al universo que había creado. La historia cuenta que
estrellas nuevas brillaban sobre aquel cielo iracundo que olvidó a los
dibujantes y perpetuó al creador solitario.